Creo de todo corazón en el lema “El
mejor gobierno es el que tiene que gobernar menos”, y me gustaría
verlo hacerse efectivo más rápida y sistemáticamente. Bien
llevado, finalmente resulta en algo en lo que también creo: “El
mejor gobierno es el que no tiene que gobernar en absoluto”. Y
cuando los pueblos estén preparados para ello, ése será el tipo de
gobierno que tengan. En el mejor de los casos, el gobierno no es más
que una conveniencia, pero en su mayoría los gobiernos son
inconvenientes y todos han resultado serlo en algún momento. Las
objeciones que se han hecho a la existencia de un ejército
permanente, que son varias y de peso, y que merecen mantenerse,
pueden también por fin esgrimirse en contra del gobierno. El
ejército permanente es sólo el brazo del gobierno establecido. El
gobierno en sí, que es únicamente el modo escogido por el pueblo
para ejecutar su voluntad, está igualmente sujeto al abuso y la
corrupción antes de que el pueblo pueda actuar a través suyo. Somos
testigos de la actual guerra con México, obra de unos pocos
individuos comparativamente, que utilizan como herramienta al
gobierno actual; en principio, el pueblo no habría aprobado esta
medida. El gobierno de los Estados Unidos ¿qué es sino una
tradición, bien reciente por cierto, que lucha por proyectarse
intacta hacia la posteridad, pero perdiendo a cada instante algo de
su integridad? No tiene la vitalidad y fuerza de un solo hombre:
porque un solo hombre puede doblegarlo a su antojo. Es una especie de
fusil de madera para el mismo pueblo, pero no es por ello menos
necesario para ese pueblo, que igualmente requiere de algún aparato
complicado que satisfaga su propia idea de gobierno. Los gobiernos
demuestran, entonces, cuán exitoso es imponérsele a los hombres y
aún, hacerse ellos mismos sus propias imposiciones para su
beneficio. Es excelente, tenemos que aceptarlo. Sin embargo, este
gobierno nunca adelantó una empresa, excepto por la algarabía con
la que sacó el cuerpo. No mantiene al país libre. No deja al Oeste
establecido. No educa. El carácter inherente al pueblo americano es
el responsable de todo lo que se ha logrado, y hubiera hecho mucho
más si el gobierno no le hubiera puesto zancadilla, como ha ocurrido
tantas veces. Porque el gobierno es una estratagema por la cual los
hombres intentan dejarse en paz los unos a los otros y llega al
máximo de conveniencia cuando los gobernados son dejados en paz.
Si el mercado y el comercio no
estuvieran hechos de caucho, jamás lograrían salvar los obstáculos
que los legisladores les atraviesan en forma sistemática. Y si uno
fuera a juzgar a esos señores sólo por el efecto de sus acciones, y
no en parte por sus intenciones, merecerían ser castigados como a
los malhechores que atraviesan troncos sobre los rieles del
ferrocarril.
Pero,
para hablar en forma práctica y como ciudadano, a diferencia de
quienes se autoproclaman partidarios del no gobierno, no pido
inmediatamente que no haya gobierno, sino inmediatamente un gobierno
mejor. Permítasele a cada individuo dar a conocer el tipo de
gobierno que lo impulsaría a respetarlo y eso ya sería un paso
ganado para obtener ese respeto. Después de todo, la razón
práctica por la cual, una vez que el poder está en manos del
pueblo, se le permite a una mayoría, y por un período largo de
tiempo, regir, no es porque esa mayoría esté tal vez en lo
correcto, ni porque le parezca justo a la minoría, sino porque
físicamente son los más fuertes. Pero un gobierno en el que la
mayoría rige en todos los casos no se puede basar en la justicia,
aún en cuanto ésta es entendida por los hombres. ¿No puede haber
un gobierno en el que las mayorías no decidan de manera virtual lo
correcto y lo incorrecto – sino a conciencia?, ¿en el que las
mayorías decidan sólo los problemas para los cuales la regulación
de la conveniencia sea aplicable? ¿Tiene el ciudadano en algún
momento, o en últimas, que entregarle su conciencia al legislador?
¿Para qué entonces la conciencia individual? Creo que antes que
súbditos tenemos que ser hombres. No es deseable cultivar más
respeto por la ley que respeto por lo que es correcto. La única
obligación que tengo derecho de asumir es la de hacer siempre lo que
creo correcto. Se dice muchas veces, y es cierto, que una
corporación no tiene conciencia; pero una corporación de personas
conscientes es una corporación con conciencia. La ley nunca hizo al
hombre un ápice más justo, y a causa del respeto por ella, aún el
hombre bien dispuesto se convierte a diario en el agente de la
injusticia. Resultado corriente y natural de un indebido respeto por
la ley es el ver filas de soldados, coronel, capitán, sargento,
polvoreros, etc., marchando en formación admirable sobre colinas y
cañadas rumbo a la guerra, contra su voluntad, alás!, contra su
sentido común y sus conciencias, lo que hace la marcha más ardua y
produce un pálpito en el corazón. No les cabe duda de que la tarea
por cumplir es infame; todos están inclinados hacia la paz. Pero,
qué son? Son hombres acaso? O pequeños fuertes y polvorines al
servicio de algún inescrupuloso que detenta el poder? Visiten un
patio de la Armada y observen un marino, el hombre que el gobierno
americano puede hacer, o mejor en lo que lo puede convertir con sus
artes nigrománticas – una mera sombra y reminiscencia de
humanidad, un desarraigado puesto de lado y firmes, y, se diría,
enterrado ya bajo las armas con acompañamiento fúnebre...aunque
puede ser que
“No se oyó ni un tambor,
ni la salva de adiós escuchamos,
cuando el cuerpo del héroe y su honor
en la tumba en silencio enterramos”.
La masa de hombres sirve pues al
Estado, no como hombres sino como máquinas, con sus cuerpos. Son el
ejército erguido, la milicia, los carceleros, los alguaciles, posse
comitatus, etc. En la mayoría de los casos no hay ningún ejercicio
libre en su juicio o en su sentido moral; ellos mismos se ponen a
voluntad al nivel de la madera, la tierra, las piedras; y los hombres
de madera pueden tal vez ser diseñados para que sirvan bien a un
propósito. Tales hombres no merecen más respeto que el hombre de
paja o un bulto de tierra. Valen lo mismo que los caballos y los
perros. Aunque aún en esta condición, por lo general son estimados
como buenos ciudadanos. Otros – como la mayoría de los
legisladores, los políticos, abogados, clérigos y oficinistas –
sirven al Estado con la cabeza, y como rara vez hacen distinciones
morales, están dispuestos, sin proponérselo, a ponerle una vela a
Dios y otra al Diablo. Unos pocos, como héroes, patriotas, mártires,
reformadores en el gran sentido, y hombres – sirven al Estado a
conciencia, y en general le oponen resistencia. Casi siempre son
tratados como enemigos. El hombre sabio será útil sólo como
hombre, y no aceptará ser “arcilla” o “abrir un hueco para
escapar del viento”, sino que dejará ese oficio a sus cenizas.
“Soy nacido muy alto para ser
convertido en propiedad,
para ser segundo en el control
o útil servidor e instrumento
de ningún Estado soberano del mundo”.
El que se entrega por completo a
sus congéneres les parece a ellos inútil y egoísta; pero aquel que
se les entrega parcialmente es considerado benefactor y filántropo.
¿Cómo le conviene a una persona
comportarse frente al gobierno americano de hoy? Le respondo que no
puede, sin caer en desgracia, ser asociado con éste. Yo no puedo, ni
por un instante, reconocer una organización política que como
gobierno mío es también gobierno de los esclavos. Todos los hombres
reconocen el derecho a la revolución; es decir, el derecho a negarse
a la obediencia y poner resistencia al gobierno cuando éste es
tirano o su ineficiencia es mayor e insoportable. Pero muchos dicen
que ese no es el caso ahora. Pero era el caso, creo, en la Revolución
de 1775. Si alguien viene a decirme que aquel era un mal gobierno
porque gravaba ciertas mercancías extranjeras que llegaban a sus
puertos, seguramente no haría yo mucho caso del asunto, puesto que
me basto sin ellas. Toda máquina produce una fricción, y ésta
probablemente no es suficiente para contrarrestar el mal. En todo
caso, es un gran mal hacer gran bulla al respecto. Pero cuando la
fricción se apodera de la máquina y la opresión y el robo se
organizan, les digo, no mantengamos tal máquina por más tiempo. En
otras palabras, cuando una sexta parte de la población de una nación
que ha tomado como propio ser el refugio de la libertad está
esclavizada, y todo un país está injustamente subyugado y
conquistado por un ejército extranjero y sujeto a la ley militar, no
creo que sea demasiado pronto para que los honestos se rebelen y
hagan revolución. Lo que hace más urgente esta obligación es que
el país así dominado no es el nuestro y lo único que nos queda es
el ejército invasor.
Paley, conocida autoridad con
muchos otros en asuntos morales, en su capítulo sobre “Obligación
a la obediencia al Gobierno Civil”, resuelve toda obligación moral
a la conveniencia y continúa diciendo que “en cuanto el interés
de toda la sociedad lo requiera, es decir, en cuanto al gobierno
establecido no se pueda oponer resistencia o cambiar sin
inconveniencia pública, es la voluntad de Dios...que el gobierno
establecido sea obedecido...y no más. Al admitir este principio, la
justicia de cada caso específico de resistencia se reduce al computo
de la cantidad de peligro y afrenta, por un lado, y a la probabilidad
y costo de remediarlo, por el otro”. De esto, dice, cada persona
juzgará por sí misma. Pero parece que Paley nunca contempló
aquellos casos en los que la ley de conveniencia no es aplicable, en
los que un pueblo, tanto como un individuo, debe ejercer justicia,
cueste lo que cueste. Si injustamente le he arrebatado una tabla a un
hombre que se está ahogando, debo devolvérsela aunque yo me ahogue.
Esto, según Paley, no sería conveniente. Pero aquel que salve su
vida en tal forma, la perderá. Este pueblo tiene que dejar de tener
esclavos y de hacerle la guerra a México, aunque le cueste su propia
existencia como pueblo.
En sus prácticas, las naciones
están de acuerdo con Paley, pero cree alguien que Massachusetts está
haciendo lo correcto en la crisis actual?
“Una puta por Estado, recamado de
plata,
que le lleven la cola, pero que deja la
huella de su alma en la mugre”.
En la práctica, quienes se oponen a
una reforma en Massachusetts no son cien políticos del Sur, sino
cien mil comerciantes y granjeros del Norte, quienes están más
interesados en el comercio y la agricultura que en la humanidad, y no
están preparados para hacer justicia a los esclavos y a México,
cueste lo que cueste. Yo no lucho con adversarios lejanos, sino en
contra de quienes, aquí mismo en casa, cooperan y licitan por los
que están lejos, y sin los cuales estos últimos serían
inofensivos. Estamos acostumbrados a decir que las masas no están
preparadas; pero las mejoras son lentas, porque los pocos no son ni
materialmente más sabios ni mejores que los muchos. No es tan
importante que muchos sean tan buenos como usted, como que haya
alguna bondad absoluta en alguna parte, porque ella será la levadura
para todo el conjunto. Hay miles de personas que se oponen a la
esclavitud y la guerra, pero no hacen nada para terminarlas; hay
quienes, considerándose hijos de Washington y Franklin, se sientan
con las manos en los bolsillos, y dicen que no saben qué hacer, y no
hacen nada; hay quienes, anteponen el asunto del libre comercio al de
la libertad y leen muy calmados las cotizaciones junto con los
últimos informes sobre México, después de la cena, y hasta se
quedan dormidos sobre ellos. ¿Cuál es la cotización para un hombre
honesto y patriota hoy? Ellos se lo preguntan, tienen remordimientos
y hasta redactan un memorial, pero no hacen nada con convicción y
efecto. Esperan, muy bien dispuestos, a que otros le pongan remedio
al mal, para que ya no les remuerda. Cuando mucho, depositan un voto
barato, con un débil patrocinio y deseo de feliz viaje a lo
correcto, en cuanto a ellos respecta. Hay novecientos noventa y
nueve patronos de la virtud por un hombre virtuoso. Pero es más
fácil negociar con el dueño real de alguna cosa que con su guardián
temporal. Toda votación es un tipo de juego como las damas o el
backgammon, con un ligero tinte moral, un jueguito entre lo correcto
y lo incorrecto con preguntas morales, acompañado, naturalmente, de
apuestas. El carácter de los votantes no entra en juego. Deposito mi
voto, por si acaso, pues lo creo correcto, pero no estoy comprometido
en forma vital con que esa corrección prevalezca. Se lo dejo a la
mayoría. La obligación de mi voto, por lo tanto, nunca excede la
conveniencia. Aún votar por lo correcto no es hacer nada por ello.
Es simplemente expresar bien débilmente ante los demás un deseo de
que eso (lo correcto) prevalezca. El hombre sabio no deja el bien a
la merced del chance, ni desea que prevalezca por el poder de la
mayoría. Hay poca virtud en la acción de las masas. Cuando la
mayoría finalmente vote por la abolición de la esclavitud, será
porque ya es indiferente a ella, o por que queda poca esclavitud para
ser abolida con su voto. Entonces ellos mismos serán los únicos
esclavos. Sólo acelera con su voto la abolición de la esclavitud
quien afirma por medio de él su propia libertad.
Me entero de una convención a reunirse
en Baltimore, o en alguna otra parte, para escoger un candidato a la
Presidencia, convención formada principalmente por editores y
políticos de profesión; pero me pregunto, ¿qué representa para
una persona independiente, inteligente y respetable la decisión que
allí se tome? ¿No tenemos, sin embargo, la ventaja de la sabiduría
y la honestidad? ¿No contamos con algunos votos independientes? ¿No
hay muchas personas en este país que no asisten a convenciones?
Pero no: encuentro que el llamado hombre respetable ha sido
arrastrado de su posición, y se desespera de su país, cuando su
país tiene más razones para desesperarse de él. En el acto, adopta
a uno de los candidatos seleccionados, como el único disponible,
probando que él mismo está disponible para cualquier propósito del
demagogo. Su voto no tiene más valor que el de cualquier extranjero
sin principios o nacional a sueldo, que haya sido comprado. ¡Loa al
hombre que es hombre!, o, como dice un vecino “es hueso difícil de
roer”. Nuestras estadísticas están erradas: la población es
presentada exageradamente grande. ¿Cuántos habitantes hay por milla
cuadrada en este país? Escasamente uno. Es que los Estados Unidos no
ofrecen aliciente para que las gentes se establezcan aquí? El
norteamericano ha degenerado en el Tipo Simpático – conocido por
el desarrollo de su órgano de sociabilidad, por la falta manifiesta
de intelecto y por una seguridad desenfadada, cuya primera y más
importante preocupación al llegar a este mundo, es ver que los
hospicios estén en buenas condiciones, y antes de que haya estrenado
su atuendo viril, empieza a recolectar fondos para sostener a las
viudas y huérfanos que puedan aparecer, y quien, en últimas, se
aventura a vivir solo de la ayuda de la Mutual de Seguros, que le ha
prometido enterrarlo decentemente.
De hecho, no es obligación de un
individuo dedicarse a la erradicación del mal, aún del más enorme;
bien puede tener otras inquietudes que lo ocupen. Pero es su
obligación al menos lavarse las manos de ese mal, y si no le dedica
mayor pensamiento, tampoco debe darle su apoyo en la práctica. Si
yo me dedico a otras empresas y contemplaciones, debo ante todo ver
que no las emprenda montado sobre los hombros de otro. Debo
desmontarme primero para que él pueda adelantar sus contemplaciones
también. Vean qué gran inconsistencia se tolera. Les he oído
decir a algunos de mis paisanos: “Me gustaría que me ordenaran ir
a ayudar a extinguir una insurrección de esclavos o a marchar a
México, ya vería si voy”. Y, sin embargo, cada uno de ellos ha
contribuido, directamente con su obediencia, e indirectamente con su
dinero, suministrando un sustituto. El soldado que rehusa servir en
una guerra injusta es aplaudido por aquellos que no rehusan sostener
al gobierno injusto que hace la guerra; es aplaudido por aquellos
cuyos actos y autoridad ese gobierno no tiene en cuenta ni valora en
nada. Como si el Estado estuviera tan arrepentido que contratara a
uno para que lo azotara mientras peca, pero no para dejar de pecar.
Así, bajo el rótulo del Orden y Gobierno Civil se nos hace a todos
rendir homenaje y sostener nuestra propia maldad. Después del primer
sonrojo de pecado se pasa a la indiferencia y de lo inmoral se llega
a lo amoral, lo que resulta necesario para esa vida que nos hemos
forjado. El error más amplio y permanente necesita de la más
desinteresada virtud para sostenerse. Los nobles son quienes más
comúnmente incurren en el ligero reproche que se le hace a la virtud
del patriotismo. Aquellos, quienes a la vez que desaprueban el
carácter y las medidas de un gobierno, le entregan su respaldo, son
sin duda sus más conscientes soportes y con frecuencia el obstáculo
más serio a la reforma. Algunos le están pidiendo al Estado
disolver la Unión para desconocer las solicitudes del Presidente.
Por qué no la disuelven ellos mismos – la unión entre ellos y el
Estado – y se niegan a pagar su cuota al Tesoro? No están ellos en
la misma relación con el Estado que éste con la Unión? Y no son
las mismas razones que han impedido al Estado oponerse a la Unión
las que les impiden a ellos oponerse al Estado? ¿Cómo puede una
persona estar satisfecha con sólo mantener una opinión y al mismo
tiempo disfrutarlo? ¿Hay alguna satisfacción en ello, si su opinión
es la de que está siendo agraviado? Si a usted lo engañan así sea
en un solo dólar, usted no queda satisfecho con saber que lo
engañaron, con decirlo, ni aún con pedir que se le restituya lo que
le pertenece; sino que usted se empeña de manera efectiva en
recuperar la suma completa y en ver que no se le vuelva a engañar
jamás. La acción por principio, la percepción y el desarrollo de
lo correcto, cambian las cosas y las relaciones; es algo
esencialmente revolucionario y no concuerda con nada de lo que fue.
No solo dividió Estados e Iglesias, divide a las familias; ay!,
divide al individuo, separando en él lo diabólico de lo divino.
Existen leyes injustas: ¿debemos estar
contentos de cumplirlas, trabajar para enmendarlas, y obedecerlas
hasta cuando lo hayamos logrado, o debemos incumplirlas desde el
principio? Las personas, bajo un gobierno como el actual, creen por
lo general que deben esperar hasta haber convencido a la mayoría
para cambiarlas. Creen que si oponen resistencia, el remedio sería
peor que la enfermedad. Pero es culpa del gobierno que el remedio sea
peor que la enfermedad. Es él quien lo hace peor. ¿ Por qué no
está más apto para prever y hacer una reforma? ¿ Por qué no
valora a su minoría sabia? ¿Por qué grita y se resiste antes de
ser herido? ¿Por qué no estimula a sus ciudadanos a que analicen
sus faltas y lo hagan mejor de lo que él lo haría con ellos? ¿Por
qué siempre crucifica a Cristo, excomulga a Copérnico y a Lutero y
declara rebeldes a Washington y a Franklin? Uno pensaría que una
negación deliberada y práctica de su autoridad fue la única ofensa
jamás contemplada por su gobierno, o si no, por qué no ha asignado
un castigo definitivo, proporcionado y apropiado? Si un hombre que no
tiene propiedad se niega sólo una vez a rentar nueve chelines al
Estado, es puesto en prisión por un término ilimitado por ley que
yo conozca, y confinado a la discreción de aquellos que lo pusieron
allí; pero si le roba noventa veces nueve chelines al Estado, es
pronto puesto de nuevo en libertad.
Si la injusticia es parte de la
fricción necesaria de la máquina del gobierno, vaya y venga, tal
vez la fricción se suavice – ciertamente la máquina se desgasta.
Si la injusticia tiene un resorte, una polea, un cable, una manivela
exclusivamente para sí, quizá usted pueda considerar si el remedio
no es peor que la enfermedad; pero si es de tal naturaleza que le
exige a usted ser el agente de injusticia para otro, entonces yo le
digo, incumpla la ley. Deje que su vida sea la contra fricción que
pare la máquina. Lo que tengo que hacer es ver, de cualquier forma,
que yo no me presto al mal que condeno. En cuanto a adoptar las
maneras que el Estado ha entregado para remediar el mal, yo no sé
nada de tales maneras. Toman mucho tiempo, y la vida se habrá
acabado para entonces. Tengo otras cosas que hacer. Yo vine a este
mundo no propiamente a convertirlo en un buen sitio para vivir, sino
a vivir en él, ya sea bueno o malo. Una persona no tiene que hacerlo
todo, sino algo; y puesto que no puede hacerlo todo, no es necesario
que ande haciendo peticiones al gobernador o al legislador más de lo
que ellos me las tienen que hacer a mí. ¿Y si ellos no oyen mi
petición, qué tengo que hacer? En este caso el Estado no tiene
respuesta: su propia Constitución es el mal. Esto puede parecer
fuerte, terco y no conciliatorio, pero es tratar con la mayor
amabilidad y consideración al único espíritu que puede agradecerlo
o merecerlo. Así que todo es cambio para mejorar, como el nacimiento
y la muerte, que convulsionan el cuerpo. No dudo en afirmar que
aquellos que se llaman abolicionistas debería retirar inmediatamente
su apoyo personal y económico al gobierno de Massachusetts, y no
esperar a constituir una mayoría de uno que les otorgue el derecho
de prevalecer. Creo que es suficiente con tener a Dios de su lado,
sin esperar a ese otro uno. Más aún, cualquier hombre más correcto
que sus vecinos constituye de por sí una mayoría de uno.
Yo me entrevisto con el gobierno
americano, o su representante, el gobierno del Estado, directamente,
cara a cara, una vez al año – nada más – en la persona de su
recaudador de impuestos; esta es la única forma en la que una
persona de mi posición puede encontrarse con ese Estado. Y entonces
él dice bien claro: Reconózcame; y la manera más sencilla, la más
efectiva, en el actual curso de los hechos, la manera indispensable
de tratar con él en su cara, de expresarle uno su poca satisfacción
y poco amor por él es negarlo. Mi vecino civil, el recaudador, es el
hombre de carne y hueso con quien tengo que tratar – porque,
después de todo, es con hombres y no con papeles con quienes yo
peleo, y él ha escogido voluntariamente ser un agente del gobierno.
¿Cómo hará para saber bien lo que él es y lo que tiene que hacer
como funcionario del gobierno, o como hombre, cuando se vea obligado
a considerar si a mí – su vecino - a quien respeta como buen
vecino - me trata como tal, o como a un loco que altera la paz, e
igualmente resolver cómo puede sobreponerse a esa obstrucción a la
buena voluntad, sin que lo asalten pensamientos más rudos y
contundentes, o sin adoptar un vocabulario acorde con su acción? Yo
sí lo sé muy bien: si mil, o cien o diez hombres – a quienes
puedo nombrar – si sólo diez hombres honestos – alás! si un
hombre HONESTO, en este Estado de Massachusetts, dejara de tener
esclavos, realmente se retirara de esa cosociedad y fuera encerrado
por ello en la cárcel del Condado, eso sería la abolición de la
esclavitud en América. Porque lo que importa no es qué tan pequeño
pueda ser el comienzo: lo que se hace una vez bien, se hace para
siempre. Pero preferimos hablar de ello: a lo que digamos, reducimos
nuestra misión. La reforma cuenta con muchos informes periodísticos
a su servicio, pero ni con un solo hombre.
Si mi estimado vecino, el embajador del
Estado, que dedicará sus días a tratar el asunto de los derechos
humanos en la Cámara del Consejo, en vez de ser amenazado con las
prisiones de Carolina, fuera a sentarse como prisionero de
Massachusetts, ese Estado que está tan ansioso por endilgarle el
pecado de la esclavitud a su hermana, aunque hasta el momento solo se
ha basado en un acto de inhospitalidad para pelear con ella, no
desestimaría considerar el tema en la legislatura del próximo
invierno.
Bajo un gobierno que encarcela
injustamente, el verdadero lugar para un hombre justo está en la
cárcel. El lugar apropiado hoy, el único sitio que Massachusetts ha
provisto para sus espíritus más libres y menos desalentados está
en sus prisiones: está en ser encerrados y excluidos del Estado por
acción de éste, así como ellos mismos se han puesto fuera de él,
movidos por sus propios principios. Es allí donde los deben
encontrar el esclavo fugitivo, el prisionero mexicano puesto en
libertad bajo palabra y el indio que vino a interceder por las faltas
imputadas a su raza. Es allí, en ese suelo separado, pero más libre
y honorable, donde el Estado coloca a los que no están con él, sino
en su contra, donde el hombre libre puede habitar con honor. Si
alguien piensa que su influjo se pierde allí, y que su voz ya no
llega al oído del Estado, que él mismo no es visto como el enemigo
dentro de sus muros, no sabe qué tanto la verdad es más fuerte que
el error, ni qué tanto puede elocuente y efectivamente combatir la
injusticia quien la ha experimentado en su propia persona. Deposite
su voto completo, no sólo una tira de papel, sino todo su influjo.
Una minoría es impotente, ni siquiera es una minoría, mientras se
amolde a las mayorías; pero se vuelve insostenible cuando
obstaculiza con todo su peso. Si la alternativa es mantener a todos
los justos presos o renunciar a la esclavitud y la guerra, el Estado
no dudará en escoger. Si mil ciudadanos no pagaran sus impuestos
este año, esa no sería una medida violenta y sangrienta, como sí
lo sería pagarlos, habilitando al Estado para que ejerza violencia y
derrame sangre inocente. Esta es, de hecho, la definición de una
revolución pacífica, si es que tal revolución es posible. Si el
recaudador, o cualquier otro funcionario – como ya ha sucedido - me
pregunta: “y entonces qué hago? ”, mi respuesta es: “si usted
de verdad quiere hacer algo, renuncie al puesto”. Cuando el súbdito
se ha negado a someterse y el funcionario renuncia a su cargo, la
revolución se ha logrado. ¿Y no hay también derramamiento de
sangre cuando se hiere la conciencia? Por esta sangre brotan la
hombría y la inmortalidad de un ser humano y esa sangre fluye hacia
una muerte eterna. Veo esa sangre fluyendo ahora.
Hasta ahora, he considerado el
encarcelamiento del transgresor más que la confiscación de sus
bienes – aunque ambos sirven el mismo propósito – porque
aquellos que se sostienen en la corrección más pura, y en
consecuencia son más peligrosos para el Estado corrupto,
generalmente no han dedicado mucho tiempo a acumular propiedades. A
ellos, el Estado comparativamente les presta poco servicio, y un
pequeño impuesto es costumbre que parezca exorbitante,
particularmente si se les obliga a pagarlo con trabajo de sus propias
manos. Si hubiese alguien que viviera completamente sin el uso del
dinero, el Estado mismo dudaría en exigírselo. Pero el rico – sin
hacer comparaciones odiosas – está siempre vendido a la
institución que lo hace rico. En estricto sentido, a más dinero
menos virtud, porque el dinero se interpone entre la persona y sus
objetivos y los obtiene para él; ciertamente, no fue gran virtud
obtenerlo. El dinero pone de lado muchas preguntas que de otra manera
la persona se vería obligada a responder, mientras que la nueva
pregunta es difícil pero superflua: ¿cómo gastarlo? Así, le han
quitado a la persona su piso moral. Las oportunidades de vivir se
disminuyen en proporción al aumento de los llamados “medios de
subsistencia”. Lo mejor que una persona puede hacer por su cultura
cuando es rica, es realizar los esquemas que se propuso cuando era
pobre. Cristo respondía a los súbditos de Heródes según su
condición. “Mostradme vuestro dinero del tributo”, les decía, y
uno sacó un centavo del bolsillo, “si usáis dinero acuñado con
la imagen del César, y que él ha hecho corriente y valioso, es
decir, sois un hombre del Estado y disfrutáis a gusto de las
ventajas del gobierno del César, entonces retribuid con algo de lo
que le pertenece cuando él os lo pide. Dad al César lo que es del
César y a Dios lo que es de Dios”, y no los dejaba más sabios en
cuanto cuál era para cuál, porque ellos no querían saber.
Cuando yo converso con el más
libre de mis vecinos, me doy cuenta de que cualquier cosa que mi
interlocutor diga sobre la magnitud y seriedad de un asunto, lo mismo
que su preocupación por la tranquilidad pública, me la presenta
sujeta a la protección del Gobierno vigente y más bien se espanta
de las consecuencias que la desobediencia les pueda acarrear a su
propiedad y a sus familias. Por mi parte, no quiero ni pensar que
alguna vez dependa de la protección del Estado. Pero si yo niego la
autoridad del Estado cuando éste me presenta la cuenta de los
impuestos, pronto se llevarán y gastarán mis propiedades y me
acosarán a mí y a mis hijos indefinidamente. Esto es doloroso. Esto
hace imposible a la persona vivir honestamente y al tiempo con
comodidad en lo que a exterioridades respecta. No vale la pena
acumular propiedades que de seguro se volverán a ir. Hay que
alquilar o invadir cualquier predio, cultivar una pequeña cosecha y
comérsela pronto. Hay que vivir dentro de sí mismo y depender de
uno mismo, siempre arremangado y listo a arrancar, sin tener muchos
asuntos pendientes. Un hombre puede volverse rico en Turquía, si es
en todo aspecto un buen súbdito del gobierno turco. Confucio dijo:
“Si un Estado es gobernado por los principios de la razón, la
pobreza y la miseria son objeto de vergüenza; si el Estado no es
gobernado por los principios de la razón, la riqueza y los honores
son objeto de vergüenza”. No: hasta cuando se me extienda la
protección de Massachusetts hasta un puerto en el Sur, donde mi
libertad esté en peligro, o hasta cuando me dedique a aumentar mi
patrimonio aquí con industriosidad pacífica, me puedo dar el lujo
de rehusar la sumisión a Massachusetts, y a su derecho sobre mi
propiedad y mi vida. En todo caso, me sale más barato sufrir el
castigo por desobediencia al Estado que obedecer. Me sentiría que yo
mismo valdría menos.
Hace unos años, el Estado me llamó
a favor de la Iglesia y me conminó a pagar una suma para el
mantenimiento de un clérigo, cuyos sermones mi padre escuchaba, pero
yo no. “Pague”, se me dijo, “o será encerrado en la cárcel”.
Yo me negué a pagar. Desagraciadamente, otra persona consideró
apropiado hacerlo por mí. Yo no entendía por qué el maestro de
escuela tenía que pagar impuesto para sostener al cura, y no el cura
para sostener al maestro, así yo no fuera maestro del Estado, sino
que me sostenía por suscripción propia. Yo no veía por qué el
Liceo no podía presentar su cuenta de impuestos y hacer que el
Estado respaldara su petición lo mismo que la de la Iglesia. Sin
embargo, a petición de los Concejales, fui condescendiente como para
hacer la siguiente declaración por escrito: “Sírvanse enterarse
de que yo, Henry Thoreau, no deseo ser considerado miembro de ninguna
sociedad a la cual yo mismo no me haya unido”. El Estado,
habiéndose enterado de que yo no quería ser considerado miembro de
esa iglesia, nunca me ha vuelto a hacer tal exigencia, aunque decía
que tenía que acogerse a su presunción en ese momento. Si hubiese
sabido los nombres, me habría retirado de todas las sociedades a las
que nunca me inscribí, pero no supe dónde encontrar la lista
completa.
Hace seis años que no pago el
impuesto de empadronamiento. Me apresaron una vez por eso, por una
noche. Y mientras meditaba sobre el grosor de los muros de piedra, de
dos o tres pies de ancho, de la puerta de madera y hierro de un pie
de espesor, y de las rejas de hierro por las que se colaba la luz, no
pude evitar aterrarme de la tontería de aquella institución que me
trataba como si yo no fuera más sino carne, sangre y huesos que
encerrar. Concluí finalmente que ésta era la mayor utilidad que el
Estado podía sacar de mí y que nunca pensó en beneficiarse de
alguna manera con mis servicios. Pensé que si había un muro de
piedra entre mis conciudadanos y yo, había uno mucho más difícil
de trepar o atravesar antes de que ellos pudieran llegar a ser tan
libres como yo. Nunca me sentí encerrado, y los muros semejaban un
gran desperdicio de piedra y argamasa. Sentí que yo era el único de
mis conciudadanos que había pagado el impuesto. Ciertamente no
sabían cómo tratarme; pero se comportaban como tipos maleducados.
En cada amenaza y en cada lisonja se pifiaban, porque creían que lo
que yo más quería era estar del otro lado del muro. Yo no podía
sino sonreír de ver con qué laboriosidad cerraban la puerta a mis
meditaciones, lo que los dejaba de nuevo sin oposición ni obstáculo,
y esas meditaciones eran realmente lo único peligroso que allí
había. Como no me podían atrapar, resolvieron castigar mi cuerpo,
como niños, que si no pueden llegar a la persona a la que tienen
tirria, le maltratan el perro. Observé que el Estado era ingenioso
sólo a medias, que era tímido. Como una viuda en medio de su
platería, y que no diferenciaba sus amigos de sus enemigos, y así
perdí lo que me quedaba de respeto por él y le tuve lástima.
El Estado, pues, nunca confronta a
conciencia la razón de una persona, intelectual o moralmente, sino
sólo su cuerpo, sus sentidos. No está equipado con un ingenio
superior o una honestidad superior, sino con fuerza superior. Yo no
nací para ser forzado. Respiro a mi manera. Ya veremos quien es el
más fuerte. ¿Qué fuerza tiene una multitud? Sólo me pueden forzar
los que obedecen una ley más alta que yo. Quieren forzarme a que me
vuelva como ellos. No escucho a quienes han sido forzados por las
masas a vivir así o asá. ¿Qué vida es ésa? Cuando un gobierno me
dice, “la bolsa o la vida”, por qué tengo que correr a darle mi
plata? Pueden estar en apuros y no saber qué hacer: lo siento mucho.
Ellos verán qué hacen. Que hagan como yo. No vale la pena
lloriquear por eso. Yo no soy responsable de que la maquinaria de la
sociedad funcione. No soy hijo del ingeniero. Sólo veo que cuando
una bellota y una castaña caen juntas, la una no se queda inerte
para hacerle campo a la otra, ambas obedecen sus propias leyes y
germinan y crecen y florecen lo mejor que pueden, hasta que una,
quizás, eclipsa y destruye a la otra. Si una planta no puede vivir
de acuerdo a la naturaleza, se muere; lo mismo el hombre.
La noche en la prisión fue
novedosa e interesante. Cuando entré, los prisioneros, en mangas de
camisa, gozaban de una charla y del aire de la noche. Pero el
carcelero dijo: “Vamos muchachos, es hora de encerrarlos”,
entonces se dispersaron, y oí el ruido de sus pasos de regreso a la
vacuidad de sus compartimentos. El carcelero me presentó a mi
compañero como “un tipo de primera y un hombre inteligente”.
Cuando cerraron la puerta, me indicó dónde colgar mi sombrero y me
contó cómo arreglaba sus asuntos allí. Los cuartos eran
blanqueados una vez al mes, y éste, al menos, era el más blanco; el
amoblado de forma muy sencilla y seguramente el más pulcro del
pueblo. Naturalmente quería saber de dónde venía yo, qué me había
traído. Cuando le hube contado, yo también le pregunté por qué
estaba allí, bajo la presunción de que era un hombre honesto, y
claro que lo era. “Bien”, dijo, “me acusan de quemar un
granero, pero nunca lo hice”. Por lo que pude descubrir, él
probablemente se había acostado borracho, fumando pipa, y el granero
se incendió. Gozaba de la reputación de ser inteligente; había
estado allí cerca de tres meses esperando el juicio, y tendría que
esperar otro tanto, pero estaba domesticado y contento, puesto que
recibía alimentación gratis y se consideraba bien tratado. Él
miraba por una ventana y yo por la otra. Observé que si uno se
quedaba allí por largo tiempo su actividad central se reducía a
mirar por la ventana. Pronto leí todas las huellas que allí
quedaban y examiné por donde se habían escapado los antiguos
prisioneros, donde habían segueteado una reja y oí la historia de
varios inquilinos de aquella celda; descubrí que aún allí había
historias y habladurías que nunca circulaban más allá de los muros
de la prisión. Seguramente ésta es la única casa del pueblo donde
se escriben versos, que luego se imprimen en hojas que no se
publican. Pude ver una larga lista de jóvenes que habían intentado
escapar, quienes se vengaron cantando sus versos.
Yo le sonsaqué a mi compañero todo lo
que pude, movido por el temor de no volver a verlo; luego me indicó
cuál era mi cama y me dejó apagar la vela.
Tendido allí por una noche fue como
viajar a un país remoto que nunca había esperado visitar. Me
pareció que no había escuchado antes el llamado de las campanas del
reloj del pueblo ni el sonido nocturno de la aldea, puesto que
dormíamos con las ventanas abiertas, que daban a la parte interna de
las rejas. Fue ver mi pueblo natal a la luz del Medioevo y nuestro
Concord convertido en un Rin, que pasaba con sus caballos y
castillos. Oí las voces de antiguos burgueses por las calles. Fui el
espectador y oyente involuntario de todo lo dicho y hecho en la
posada vecina: una nueva y extraña experiencia. Fue una visión más
cercana de mi pueblo. Me metí dentro. Nunca antes había visto sus
instituciones. Ésta es una de sus instituciones características
porque éste es un Condado. Empecé a comprender lo que son sus
habitantes.
Por la mañana, nos pasaron el desayuno
por un hueco de la puerta por donde cabían jarros de lata y una
cuchara metálica. Cuando vinieron por los platos, fui tan bisoño
como para devolver el pan que había dejado, pero mi camarada lo
agarró y dijo que debía reservarlo para el almuerzo o la comida.
Pronto lo dejaron salir a segar heno en un campo vecino, a donde iba
todos los días sin regresar hasta el medio día; así que me dijo
adiós y que dudaba de que me volviera a ver.
Cuando salí de prisión – porque
alguien se atravesó y pagó el impuesto – no percibí que hubiera
habido grandes cambios en el exterior, como los que encuentra el que
entra joven y sale viejo; y sin embargo, un cambio se presentó ante
mis ojos – el pueblo, el Estado, el país eran más grandes de lo
que el mero tiempo podía afectarlos. Vi más claro el Estado en el
que vivía. Vi hasta qué punto se podía tener como buenos amigos y
vecinos a las personas entre quienes había vivido. Su amistad era
ante todo para los buenos tiempos. Vi que básicamente no se
proponían hacer el bien, que eran de otra raza distinta a la mía
por sus prejuicios y supersticiones . Como los chinos y los malayos,
que en sus sacrificios por la humanidad no se arriesgan ni siquiera
en sus propiedades. Vi que, después de todo, no eran tan nobles,
sino que trataban al ladrón como éste los había tratado, y
confiaban que por cierto cumplimiento externo y algunas oraciones, y
por seguir una senda particularmente derecha e inútil salvarían sus
almas. Puede que esto sea juzgarlos un tanto duro, pero muchos de
ellos ni siquiera son conscientes de que en su pueblo exista una
institución como la cárcel.
Una antigua costumbre del pueblo,
cuando el deudor pobre salía de la cárcel, era ir a saludarlo,
mirándolo por entre los dedos, que representaban los barrotes de la
cárcel; “¿Cómo le va?”. Mis vecinos no me dieron ese saludo;
sólo me miraban y luego se miraban, como si yo hubiera vuelto de un
largo viaje. A mí me tomaron prisionero mientras iba donde el
zapatero a recoger un zapato remontado. Cuando me soltaron por la
mañana procedí a terminar el mandado y después de ponerme el
zapato me uní a un grupo de recogedores de arándano, que se
mostraron impacientes por ponerse bajo mi conducción. El caballo
pronto fue bien cargado y en media hora estuvimos en medio de un
campo de arándanos en lo alto de una colina, a dos millas de
distancia, y el Estado ya no se veía por ninguna parte.
Esta es la historia completa de
“Mis Prisiones”.
Nunca me he negado a pagar el impuesto
de rodamiento, porque quiero ser tan buen vecino como mal súbdito, y
en cuanto a subvencionar escuelas, aquí estoy dando mi contribución
para educar a mis compatriotas. No es por un punto en especial de la
cuenta de impuestos que me niego a pagarla. Simplemente deseo rehusar
la sumisión al Estado, retirarme y permanecer retirado de manera
efectiva. No me interesa seguirle la pista a mi dólar, si puedo,
hasta que ese dólar le compre un rifle a un hombre para que le
dispare a otro – el dólar es inocente – pero sí me interesa
seguirle la pista a los efectos de mi sumisión.
De hecho, le declaro la guerra al
Estado, a mi manera, aunque lo utilice y me aproveche de él en
cuanto pueda, como es usual en tales casos.
Si otros, por simpatía con el Estado,
pagan el impuesto que a mí me piden, hacen lo mismo que cuando
pagaron el suyo, es decir, apoyan la injusticia más de lo que el
Estado les exige. Si pagan el impuesto por una solidaridad equivocada
con la persona a la que se le ha cobrado, para salvarle sus
propiedades o evitarle que termine en la cárcel, es porque no han
medido con inteligencia hasta dónde dejan interferir sus
sentimientos personales con el bien público.
Esta es mi posición en el momento.
Pero uno no puede estar demasiado a la defensiva en este caso, no sea
que sus acciones se parcialicen por la obstinación o la demasiada
preocupación por la opinión de los demás. Hay que dejar a cada
quien hacer sólo lo que le pertenece a él y a su momento.
A veces me digo, bueno, esta gente es
bien intencionada, sólo son ignorantes, obrarían mejor si supieran
cómo: Por qué poner a los vecinos en la dificultad de tratarlo a
uno en una forma en que no están inclinados a hacerlo? Pero
recapacito: esa no es razón para que yo actúe como ellos o permita
que otros sufran un dolor mayor y diferente. Y luego, vuelvo y me
digo, cuando millones de hombres, sin agresividad, sin mala
intención, sin sentimientos personales de ningún tipo, piden solo
unas monedas, sin la posibilidad, tal es su manera de ser, de
retractarse o alterar su exigencia, y sin la posibilidad, por parte
de quien recibe la petición, de apelar a otros millones de personas,
por qué exponerse a esta fuerza bruta sobrecogedora? No nos oponemos
al frío y al hambre, a los vientos y a las olas con tanta
obstinación. Nos entregamos sumisos a mil necesidades similares.
Usted no pone las manos al fuego. Pero también en la medida en que
yo no veo esto como una fuerza bruta total sino como una fuerza
humana en parte, y considero que yo tengo que ver con esos millones
como lo tengo con millones de hombres, y no como brutos o cosas
inanimadas, veo que esa apelación es posible, en primer lugar y de
forma instantánea, de ellos a su Creador y, en segundo lugar, de
ellos a sí mismos. Pero si deliberadamente pongo las manos al fuego,
no hay apelación al fuego, ni al Creador del fuego, y sólo yo tengo
que culparme por ello. Si pudiera convencerme de que tengo algún
derecho a estar satisfecho con los hombres como son, y tratarlos de
acuerdo a eso, y no según mis expectativas y exigencias de lo que
ellos y yo debemos ser, entonces, como un musulmán y fatalista,
trabajaría por conformarme con las cosas tal y como están, y con
decir que eso es la voluntad de Dios. Y, sobre todo, está la
diferencia entre oponerse a esto o a una fuerza bruta y natural, y es
que yo puedo oponerme a esto con algún efecto, pero no puedo esperar
como Orfeo cambiar la naturaleza de las rocas, los árboles o las
bestias.
No deseo pelear con ningún hombre o
nación. No quiero pararme en pelos, hacer diferencias sutiles, o
creerme mejor que los demás. Hasta busco, podría decir, casi una
excusa para ajustarme a las leyes de la tierra. Estoy más que listo
para amoldarme a ellas. Ciertamente tengo razones para catalogarme de
este modo; y cada año, cuando el recaudador llega, estoy dispuesto a
revisar las actas y la posición de los gobiernos nacional y federal,
y el espíritu de la gente para aceptar el conformismo.
“Tenemos que querer a nuestro país
como a nuestros padres. Debemos respetar los efectos y enseñar al
alma asuntos de conciencia y religión, y no el deseo de dominio o
beneficio”.
Creo que el Estado pronto podrá
quitarme esta carga de encima y entonces ya no seré mejor patriota
que mis conciudadanos. Vista desde un mirador más bajo, la
Constitución, con todas sus faltas, es muy buena; la ley y las
Cortes muy respetables; aún este Estado y este gobierno americano
son, en muchos aspectos admirables; y hay algunas cosas, que tantos
otros han descrito, por las que agradecer; pero analizadas desde una
perspectiva superior y aún desde la más alta, ¿quién dice lo que
son o que vale la pena considerarlas o siquiera pensarlas?
Con todo, el gobierno no me preocupa
mucho, y pienso en él lo menos que puedo. No es mucho el tiempo que
vivo bajo el gobierno, aún en este mundo. Si un hombre piensa
libremente, sueña, imagina libremente, nunca estará por mucho
tiempo de acuerdo con lo que no es como con lo que es, así que no
puede ser interrumpido por gobernantes o reformadores obtusos.
Sé que muchas personas no piensan como
yo, pero aquellos cuyas vidas, por obra de su profesión, están
dedicadas al estudio de materias afines no me satisfacen casi en
nada. Estadistas y legisladores, que están siempre de acuerdo dentro
de la institución, nunca la ven clara y desnuda. Hablan de la
sociedad en movimiento, pero no tienen lugar de descanso sin ella.
Pueden ser hombres de cierta experiencia y discernimiento, y sin duda
han inventado sistemas ingeniosos y útiles, que les agradecemos,
pero todo su ingenio y utilidad reposa en límites estrechos. Olvidan
que el mundo no está gobernado por los programas y la ventaja
personal. Webster nunca se le enfrenta al gobierno, así que no puede
hablar de él con autoridad. Sus palabras son sabiduría para
aquellos legisladores que no contemplan reformas esenciales en el
gobierno actual; pero para los pensadores y para aquellos que
legislan para todo tiempo, Webster no acierta una. Conozco a aquellos
cuya serena y sabia especulación sobre este tema pronto les hará
ver la estrechez del pensamiento y el pupilaje de Webster.
Con todo, comparado con los ordinarios
alcances de muchos reformadores, y la aún más ordinaria sabiduría
y elocuencia de los políticos en general, las de Webster son las
casi únicas palabras razonables y valiosas, y le agradecemos al
Cielo por él. Comparativamente, es siempre fuerte, original y sobre
todo, práctico. Sin embargo, su cualidad no es la sabiduría sino la
prudencia. La verdad de los abogados no es la Verdad, sino la
consistencia o una conveniencia consistente. La Verdad está siempre
en armonía consigo misma y no está interesada en revelar la
justicia que pueda concordar con el mal obrar. Webster merece ser
llamado, como lo ha sido, el Defensor de la Constitución. No se le
pueden dar otros golpes distintos a los defensivos. No es un líder
sino un seguidor. Sus líderes son los hombres de 1787. “Yo nunca
he hecho un esfuerzo”, dice, “y nunca propongo hacer un esfuerzo,
nunca he apoyado un esfuerzo y no tengo intención de apoyarlo para
interferir el acuerdo inicial por el cual los diversos estados
formaron la Unión”, y respecto de la aprobación que la
Constitución otorgó a la esclavitud: “Puesto que era parte del
paquete inicial...déjenla ahí”. A pesar de su agudeza y
capacidad, Webster es incapaz de aislar un hecho de sus meras
relaciones políticas, y verlo como se le presenta al intelecto –
por ejemplo, qué incumbe a un hombre hacer aquí en América hoy
respecto de la esclavitud – sino que se aventura, o es llevado a
dar una respuesta desesperada a lo siguiente, pretendiendo hablar de
forma absoluta y como individuo particular – de lo cual qué nuevo
y singular se puede sacar a favor de la obligación social? “La
forma”, dice, “ como los gobiernos de los Estados donde existe la
esclavitud la regulen, está a su propia consideración, bajo la
responsabilidad de sus constituyentes, según las leyes generales de
la propiedad, humanidad y justicia y según Dios. Las asociaciones
formadas en otra parte, salidas de sentimientos humanitarios, o por
cualquier otra causa, no tienen nada que ver con ello. Nunca han
recibido motivación de parte mía, y nunca la tendrán.” (Estos
apartes han sido insertados, puesto que la conferencia fue leída.
H.D.T.)
Aquellos que no conocen una fuente más
pura de verdad, que no han buscado el manantial más arriba, se
apoyan, y lo hacen sabiamente, en la Biblia y en la Constitución, y
beben de ellas con reverencia y humanidad; pero aquellos que observan
de donde esa verdad vierte gota a gota a este lago o a aquel estanque
se amarran los calzones y siguen su peregrinaje hacia el nacedero.
No ha aparecido en América el genio
legislador. Son raros en la historia del mundo. Hay oradores,
políticos, y hombres elocuentes por miles; pero aún no ha abierto
la boca el que tiene que formular las preguntas más molestas. Nos
gusta la elocuencia en sí misma y no por la verdad que contenga o
por cualquier acto heroico que inspire. Nuestros legisladores no han
aprendido todavía el valor comparativo del libre cambio y la
libertad, la unión y la rectitud hacia la nación. No tienen genio
ni talento para hacerse preguntas humildes sobre impuestos y
finanzas, comercio, manufactura y agricultura. Si se nos dejara sólo
a la ingeniosa oratoria de nuestros legisladores del Congreso para
guiarnos, sin la corrección de la experiencia niveladora y las
quejas efectivas del pueblo, América no podría mantener su rango
entre las naciones. Mil ochocientos años, aunque quizás yo no tenga
derecho a decirlo, lleva escrito el Nuevo Testamento; y sin embargo,
dónde está el legislador que tiene la sabiduría y el talento
práctico para valerse de la luz que aquel irradia sobre la ciencia
de la legislación.
La autoridad del gobierno – porque yo
gustosamente obedeceré a aquellos que pueden actuar mejor que yo, y
en muchas cosas hasta a aquellos que ni saben ni pueden actuar tan
bien – es una autoridad impura: porque para ser estrictamente justa
tiene que ser aprobada por el gobernado. No puede tener derecho
absoluto sobre mi persona y propiedad sino en cuanto yo se lo
conceda. El paso de la monarquía absoluta a una limitada, de la
monarquía limitada a la democracia, es el progreso hacia el
verdadero respeto al individuo. Hasta el filósofo chino fue lo
suficientemente sabio para ver en el individuo la base del imperio.
¿Es la democracia que conocemos la última mejora posible de
gobierno? ¿No es posible adelantar un paso en el reconocimiento y la
organización de los derechos del hombre? Jamás existirá un Estado
realmente libre e iluminado hasta cuando ese Estado reconozca al
individuo como un poder más alto e independiente, del cual se deriva
su propio poder y autoridad y lo trate de acuerdo a ello. Me complace
imaginar un Estado que finalmente pueda darse el lujo de ser justo
con todos, y que trate al individuo con respecto; más aún, que no
llegue a pensar que es inconsistente con su propia tranquilidad si
unos cuantos viven separados de él, no mezclándose con él, sin
abrazarlo, pero cumpliendo con su obligación de vecinos y
compañeros. Un Estado que produjera este fruto y lo entregase tan
pronto estuviese maduro abriría el camino para otro Estado, aún más
perfecto y glorioso, que yo he soñado también, pero que aún no he
visto por ninguna parte.
Henry David Thoreau
(1817-1862) fue un escritor, poeta y filósofo estadounidense; uno de
los padres fundadores de la literatura estadounidense,
conceptualizador de las prácticas de desobediencia civil.
Agrimensor, naturalista, conferencista y fabricante de lápices.
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